Verònica Tàpies
22/09/2020

“Teníamos un ingeniero, Eduardo Serrano Suñer (director de la infraestructura por aquellos días), que no podía ver una grúa parada”.

Desde los años 50’ hasta ahora los cambios que ha sufrido la profesión de gruista en el Puerto de Tarragona han sido muchos y de muy diversa índole, como pasa en la mayoría de puestos del enclave tarraconense. Máquinas más anticuadas, horarios maratonianos, inexistencia de prevención de riesgos laborales, formación autodidacta… Estas son algunas de las cuestiones que explican José Valero (80 años) y José María Blasco (78 años), dos gruistas jubilados que recuerdan sus años de trabajo con mucho cariño y con un sinfín de anécdotas que describen con una sonrisa en la cara.

Valero entró a trabajar en la antiguamente llamada Junta de Obras del Puerto de Tarragona, como mecánico de grúas, en 1955, cuando contaba solo con 14 años, la misma edad que tenía Blasco cuando se incorporó al mismo taller un año después. Diez años más tarde, se convertían en gruistas. “Yo empecé haciendo prácticas —explica Valero— hasta que llegó el día en que faltaron maquinistas y tuve la oportunidad de llevar yo mismo una grúa”. “En mi caso —comenta Blasco—, después de estar en el taller durante unos años, me hicieron encargado de las nuevas grúas que llegaron al muelle de Reus”, un muelle que se acabó de construir en sus primeros años en el puerto. “Entonces la grúa más grande que teníamos era de 35 toneladas, en el muelle de Reus, y yo era el encargado de llevarla”, apunta Blasco con orgullo. Ambos coinciden en señalar que no se ganaba mucho dinero como mecánico y, en el momento en que decidieron casarse con sus respectivas novias, optaron por pedir el puesto de maquinista para poder “subir una familia”.

Con el tiempo, José María Blasco pasó a ser la persona que probaba cualquier grúa que llegara a las instalaciones portuarias: “Yo me ocupaba de probar las máquinas nuevas y de enseñar los cuatro trucos necesarios al resto de mis compañeros para que pudieran llevarlas”. La formación laboral era una cuestión que sonaba a chino en aquella época, aún hablando de una profesión con un plus de peligrosidad muy elevado. “Aprendíamos a llevar las grúas a fuerza de práctica”, aclara Valero.

“A muchos de nosotros las grúas nos dejaron sordos porque la bomba del hidráulico hacía mucho ruido”

En aquel entonces, el servicio de carga y descarga en el Puerto funcionaba las 24 horas del día. “Trabajábamos a turnos de 6 horas, daba igual que fuera fiesta o no, y muchas veces hacíamos un turno de mañana y uno de noche e incluso llegábamos a empalmar varios turnos”, explican. “Teníamos un ingeniero, Eduardo Serrano Suñer (director de la infraestructura por aquellos días), que no podía ver una grúa parada”, comenta Valero entre risas. Durante su horario laboral, no paraban ni un momento. A José Valero le llamaban ‘Tarzán’: “Eso era porque me bajaba de una máquina para subirme a otra. Por eso me llamaban así”. En el caso de Blasco, el apodo era ‘el Llapissera’: “Estaba como un fideo y por eso me pusieron ese nombre”, apunta. La plantilla de maquinistas en era entonces de unos 30 hombres.

José Valero: “Hay buenos recuerdos porque uno era más joven, pero tuvimos que trabajar mucho y muy duro”.

Tanto Blasco como Valero llevaron diferentes tipos de máquinas: las Zorroza de 3 y 5 toneladas, las Boetticher de 5 toneladas, los pulpos de Zorroza de 6 toneladas, las Omega también de 6 toneladas, todas ellas de gancho. “Con estas grúas, había que apoyar la cuchara para poder abrirla. Después llegaron las de cuatro cables, que eran automáticas y con las que podías abrir la cuchara en el aire”, explica Blasco. Entre estas últimas, destacan las de 6, 12 y 16 toneladas. Si tiene que elegir alguna entre todas ellas, se decanta por las Babcock & Wilcox de 16 toneladas: “Eran las mejores”, recuerda.

Una profesión de riesgo

Además de llevar las máquinas, también se encargaban de limpiarlas y de engrasarlas, todo sin arnés y sin ninguna otra medida de seguridad. Ello llevó a Valero a sufrir un accidente al caer de una grúa mientras la estaba limpiando. El resultado fue de 8 costillas rotas, aunque la baja que obtuvo ¡fue tan solo de 20 días! Este no es el único accidente que recuerdan. Durante aquellos años, se produjo otro, en este caso con resultado de muerte: “A mi primo se le cayó la polea de una grúa encima y murió”, explica José María Blasco con expresión de dolor. Este gruista jubilado tiene, además, secuelas de sus años de profesión: tiene dificultades auditivas. “A muchos de nosotros las grúas nos dejaron sordos porque la bomba del hidráulico hacía mucho ruido y nos costó muchos años que solucionaran esta cuestión”.

Cuando hablan de las condiciones laborales, recuerdan que, “en verano, la cabina de plancha de hierro era criminal. Hacía un calor sofocante y solo teníamos un ventilador pequeño que echaba aire caliente”, explica Blasco. “En invierno, en cambio, nos moríamos de frío y no teníamos nada para calentarnos”, añade Valero. Este último no ha subido nunca a una grúa de las que se usan actualmente en el Puerto, pero Blasco sí ha tenido esa oportunidad: “Eso sí que son máquinas. ¡Tienen aire acondicionado y todo!”, comenta.

José María Blasco: “En verano hacía un calor sofocante y solo teníamos un ventilador pequeño que echaba aire caliente”.

El final de la carrera profesional de estos dos gruistas no fue como ellos habían imaginado. Y es que en los años 90’ el servicio de grúas del Puerto se privatizó y la Autoridad Portuaria tuvo que recolocar a todos sus maquinistas. “Sentimos que nos hundían en la miseria”, apunta Valero. “A nosotros dos nos propusieron ser guardamuelles, pero no nos gustaba el trabajo y no quisimos aceptarlo”, añade. José Valero acabó como aguador, un puesto donde estuvo los últimos 5 años, “hasta que me invitaron a prejubilarme cuando tenía 60”. Entonces corría el año 2000. Para Blasco, el hecho de tener un hermano que trabajaba como encargado de electricidad le sirvió para acabar junto a él sus años de trabajo, hasta que también lo invitaron a jubilarse en 2002, cuando tenía 59 años.

Cuando echan la vista atrás, se enorgullecen del trabajo realizado. “Había marineros a los que no les hacía ninguna gracia que su barco viniera a Tarragona porque descargábamos muy rápido, mucho más que en otros puertos, y eso no les gustaba”, explica Valero. Blasco asegura que tiene recuerdos buenos y malos: “El trabajo me dio el suficiente dinero para subir una casa, pero tengo que decir que sufrimos mucho encima de esas máquinas. A alguna de ellas le habían quitado los limitadores de carga. He visto levantarse el culo de una grúa y estar a punto de volcar”. Asegura que las grúas no estaban preparadas “y tampoco trabajábamos con las condiciones adecuadas. A veces, se eliminaban los sensores de temperatura para que la máquina no se parara al calentarse y así poder seguir trabajando”.

José Valero recuerda más o menos lo mismo: “Hay buenos recuerdos porque uno era más joven (sonríe), pero tuvimos que trabajar mucho y muy duro”. Ambos hablan del compañerismo que se respiraba entonces, no solo entre los gruistas, sino también con los estibadores. “Cuando estábamos encima de las máquinas, teníamos un bote con una cuerda para poder subir cosas. Los estibadores, por ejemplo, nos subían sardinas para desayunar”, recuerda Blasco con una sonrisa en la cara. “También recuerdo que nos tirábamos al mar a coger motas de mejillones y con un soplete los abríamos y nos los comíamos”, añade. Los dos mencionan que quieren hacer un tributo a los compañeros de entonces, muchos de los cuales ya no están: “Entre todos nosotros hicimos grande el Puerto y lo convertimos en lo que es ahora”, reivindican orgullosos. “De hecho, nos han pedido que volvamos pero no hay suficiente dinero para pagarnos”, concluyen entre risas.